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Monólogo de Otelo

Autora: Daniel Nava Quiroz

  • ¡Los veo balbuceando por ahí! Los veo más allá de mí.

Sí, es verdad.

Son esas parejas que esparcen el ruido de su amor más allá.

 

Mejor sería que me pongan más atención, que no vine a darles pan y vino,

sino a bendecir con lecciones de vida,

porque de risas ya están llenos los circos,

y por pasión se amontonan muchos cementerios fríos.

  • Miro su Amor. Balbuceo de emociones.

Hontanar de dicha donde beben buenos corazones.

Pero también cicuta aciaga, que revela lo profundo de la sangre por ciegas hazañas.

¡Ay! ¡El Amor, el amor…!

Patria prohibida para crápulas y testaferros, carentes de vínculos y convicciones.

¡El amor!

Esa noble emanación de sentimientos bellos y también de horrores…

De amor se ha creado nuestra civilización y de amor también han caído los más vastos Imperios,

Así se han pervertido los más altos palacios de las virtudes por sus excesos.

¡Ay, el amor… el amor…!

  • ¡Maldito amor!

Mi historia es la de cualquier otro hombre que creímos común.

Sólo que este hombre era yo y estaba al servicio de la República de Venecia.

Era moro y tenía en el pecho la bendición de una hermosa flor.

Este hombre nunca imaginó que los dioses lo iban a poner a prueba

con los vicios de la mentira y el recelo.

Moro de piel oscura, cabellos azabaches y ojos oscuros como noches que perdieron sus estelas,

No encontré más luz en lo hondo de mis venas,

porque transitó en mí una alma vacilante y bermeja.

Ella tenía la piel llena de estrellas. Estrellas titilantes que cegaron mi razón.

¿Cuántos hombres no han perdido así la cabeza en el patíbulo y en la hoguera de la desventura por un delicioso cuerpo y un devoto sentimiento de pasión?

  • ¡Maldito amor!

¿Que alguno me contradiga si no ha perdido el juicio cuando conoce un noble corazón?

Así que no me juzguen, pero tampoco me alaben, ni se tienten el alma.

Mejor usen esta noche la compasión de la razón.

Hoy voy a hablar de los síntomas del amor porque a mí me pasó.

¡Y no hay hora ni día que no deje de culpar esta débil percepción de mis emociones!

Porque ella era mi amada y me amaba.

Pero esta furia ciega del guerrero sin entendimiento dentro de mí,

ahogó su cuello y las esperanzas hasta su alma.

Porque la estrangulé con estas manos rancias y le quité el último aliento

cuando su espíritu por fin se entregó a todos mis miedos.

¿O acaso los celos son un tema menor?

¡No, yo creo que no!

¿Por qué le creí más al hombre mediocre que a la mujer en cuestión?

Por injusto. Por desconfiado. Por traicionero.

Hombre ofuscado y macho soberbio.

Bestia sin domesticación, carente de empatía femenina y de intuición.

¡Pobres mujeres!

La Historia las castiga con la deshonra a su imagen y su palabra.

Castiga sus vestidos, sus sentidos, su mirada sibilina y sus manos soñadoras.

Y ese hermoso cuerpo suyo se les calcina en la hoguera de la calumnia

y su cabeza ha rodado tantas veces porque la vida es muy ingrata.

¡Ay, mujeres, mujeres!

Tantos miles de años y ustedes son las grandes perdedoras de la Historia.

Tantos miles de años y el garrote sigue tatuado en su piel y su memoria.

¡Ay, mujeres!

Perdonen nuestras ofensas y tengan piedad por estos torpes corderos.

Mejor ustedes escriban otra nueva Historia.

Nosotros hacemos guerra y siempre buscamos por encima la redención,

que nos hace sentir un poco mejor.

Ustedes son dadoras de vida y sin duda tienen más virtud y compasión.

Está en ustedes darle un giro a los días, sin copiar lo malsano del hombre y su especie

para reunir la dicha y el consuelo perdidos sobre la Tierra.

Porque estamos de acuerdo en que a todos nos ocupa el amor.

¿O acaso no?

 

II

¿Y por qué los celos mataron a la mujer en cuestión?, ¡se preguntarán, pues!

¿Yo qué iba saber que mi alférez no me tenía estima y sí rencor y mala fe?

Mi condición gentil me hundió con mi suegro por culpa del alférez,

Yago fingió ser devoto y a espaldas alardeó sobre su traición.

Mi suegro, el senador Brabancio, me enfrentó.

Fui acusado por él en la sala del Consejo ante el mismísimo Dux y dije la verdad.

Soy un hombre duro, pues así fue desde mi infancia la vida exigua que me hizo guerrero.

Se me acusó por mi origen y poca educación, que no estaba a la altura de tan bello primor.

Ella elegante y con gracia, de buena familia y respeto.

Se me acusó hasta de magia,

cuando el amor de Desdémona y mío solo nos arrebató las noches y el sueño.

Nunca fue magia y en tal caso fue la magia del corazón la que nos unió.

Soy un hombre de palabra y era mi honra contra aquellos que me difamaron.

PAUSA

Don Brabancio me adoraba. Yo solo iba a narrar mis historias a su mesa

y contaba todo mi difícil pasado y mi infancia.

De pronto me di cuenta que ella también me escuchaba.

Ambos nos enamoramos.

Ella con mis historias y yo con sus atenciones y suspiros.

Nos amamos por vernos como humanos. Eso lo hizo todo tan distinto.

Al Dux no le sorprendió mi historia pasada y mi defensa contra la difamación,

pero necesitó la voz de aquella doncella para que lo reafirmara.

Luego de que el Consejo me expiase, Brabancio dejó en mí la guadaña de la duda.

Así se clavó mi inseguridad y una inadvertida locura.

Porque me dijo:

“Si a su padre mintió, qué podía esperar otro como yo, sino algo peor…”

Sabemos de la mujer el sutil lenguaje de la seducción.

Esta puede ser buena o mala. A mí me tocó una mujer bella y sana…

Soy moro de alma noble y franca. De ahí que juzgue de honrado a quien parecía serlo.

Yago me engañó con su hipocresía y yo tan blando le creí todo lo que me decía.

Ingenuo. Inseguro. Testarudo fui.

Mi buena voluntad me hizo creerle al alférez por fin.

Este hombre desató un infierno cuando la luz del día yo vi venir.

Los celos son la lepra y sarna de los amorosos.

Así como cambia la coloración de piel del leproso, así cambia tu humor.

Se guarda muy dentro de ti por mucho tiempo hasta que estalla.

Te da una comezón imperceptible y se deforma toda tu alma.

Con el tiempo pierdes la sensibilidad y crees que eso está bien

y sin embargo todo va mal.

Luego el entendimiento se te descama de los ojos,

y la mirada se llena de ese pus que gotea desconfianza,

y la irritación y el humor se vuelven una sed de venganza contra la persona amada.

Buscas un cura, pero no la hay cuando está muy lozana.

Entonces te salen úlceras en el corazón y en silencio no sabes ni cómo detenerlo.

Las yagas de la razón enmudecen tu garganta y te quemas por dentro porque no hablas.

Pierdes los dientes y el cabello. Te vuelves grotesco en espíritu y cuerpo.

Te gana el orgullo y te vuelves más vil y más violento,

y tu alma se atrofia y la belleza de tu cuerpo pierde su elegancia,

y la persona que te ama te mira y, poco a poco, vas causando su repulsión y desgana.

Le causas asco y tú mismo te vuelves al espejo y te miras lleno de dolor y sin gracia.

¡¿Qué fue de ti?

Eras un corazón placentero, convertido en erupciones y secreciones de mal humor, desdén y odio.

Te has vuelto un leproso y sarnoso, de esos que no consiguen nada tierno por menesteroso.

III

Ya era hablado mi romance por todos. Mi esposa era querida y yo era casi un ser divino.

Chipre estaba contento por mi matrimonio con tan dulce mujer, llena de energía y fluidez.

Desdémona era respetada por sencilla y valiente,

y todos la seguían por su perseverancia y aún más por su gentileza.

Todos reconocían mi amor por Desdémona cuando acabó la guerra en Chipre.

Mi felicidad era tanta que hasta premié a mi marinero por su valentía.

Todo a mi alrededor era dicha y el cielo era de buen agüero.

Sin embargo, ese Yago me metió en problemas largos.

Tejió lento su trampa y hasta el propio Casio cayó redondito en la trampa.

Nada tonto ese alférez.

Logró confundirnos a los héroes humildes y con buena fama.

¿Por qué llegué a creerle a tan ruin rufián?

Era astuto con la imaginación y mejor aún con su labia.

Por Yago castigué a Casio y ni lo premié por ser tan buen tipo.

Yago me enterró su cuchillo por la espalda, lleno de malicia y de mañas.

Me quitó mi paz, llenó mis sesos de estiércol,

Mi Desdémona fue la que peor terminó por yo ser tan brutal.

Yo era un moro de razón indomable. Regalé a mi mujer confianza y gallardía,

seguridad y gesto de fiel amante.

Pero Yago fue ingenioso con su verbo y sus ideas mezquinas.

Y de tanto verbo mi mente se fue por la letrina.

Yo tuve confianza en mi mujer, pero fue Yago quien puso a Casio como ofrenda al vil ultraje.

“Si ella engañó a su padre…” todavía recuerdo, me decía.

Este alférez se pensó muy bien por dónde atacarme.

Sembró en mi mente la envenenada ruptura

y por más que quise alejarme de mortales pensamientos,

Pudo más el sentirme preso de todas dudas y celos.

¿Fue acaso mi origen que me volvió inseguro y presa tierna para que jugaran conmigo?

Mi condición de mulato, pobre y sin mucha educación

me volvieron terco como un chivo que pega siempre en el mismo sitio.

La furia me abrasó y ya no pude calmarme. Hasta Yago me lo pidió con desasosiego,

pero una vez que el alma se corrompe es difícil volver a sentir paz por el cuerpo.

Yago y yo decidimos llevar a cabo un funesto plan:

Casio moriría en sus manos para él volverse teniente.

Yo mataría a Desdémona con mi cuchillo en su vientre.

Un pañuelo vano sería la simiente y la cicuta de su muerte.

En esta obra todos morimos.

Unos por inocentes, otros por malditos y yo por traidor y perdido.

¿Cómo se puede distinguir a un manipulador?

En Yago yo creí y todos a su alrededor.

¿Cómo identificar al Diablo vestido de alférez,

que con el ingenio y seducción a todos nos volteó la vida con su desfachatez?

Cada quien tiene sus virtudes. La de este Yago fue la de engañar con sumo placer.

Pareciera que mi cualidad entonces fue la del idiota,

quien brilla por su ingenuidad y credulidad.

¡El pañuelo fue el remedio y el veneno!

La corte del DUX perdonó la falta de Casio por borracho y ese fue el fin y mi derrota.

Mi tranquilidad nunca más volverá y toda mi seguridad se desmorona.

Perdí el juicio.

A mi Desdémona la ofendí frente a justos y buenos tipos.

Yo me humillé y me volví un altanero proscrito.

Me envenenó la ira y la locura.

¡El pañuelo fue el remedio y el veneno!

Ella me dijo:

“¿Me matas porque te amo? ¡Oh muerte cruel!,

¿Por qué te muerdes iracundo el labio?

Pasión sanguinaria te estremece todo.

Presagios son; no obstante, espero, espero que a mí no amaguen, no”,

Fui ruin, fui un maldito lacayo de los celos y un apátrida de cielo y alma.

¡La ahorqué en su cama!

La amé y la maté con mis sucias manos de venganza.

Que se oiga bien: ¡la ahorqué en su cama!

Fueron los celos mi lepra y mi sarna, el mal de los amantes

que no entienden el amor y hacen de él infierno sin cobijo.

Óiganme bien, ustedes los del público:

¡El pañuelo fue el remedio y el veneno!

¡La ahorqué en su cama!

Hice del amor el más podrido alimento que puede tener un hijo del destino

¡El pañuelo fue el remedio y el veneno!

¡La ahorqué en su cama!

Y bebí las semillas del dolor cuando descubrí que me había vuelto aquel leproso empalador,

dominado por los síntomas más perversos del más sublime humano sentimiento,

ese que todos llamamos Amor.

¡El pañuelo fue el remedio y el veneno!

¡La ahorqué en su cama!

El amor es el remedio, amigos míos, pero el amor mal bebido, es el más aciago y cruel castigo…

¡La ahorqué en su cama!

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